18.11.08



A) A veces hago pública mi vida secreta. Quiero decir que vivo abiertamente en mi tiempo. Ése que siempre habito internamente en la calle o bien protegido dentro de los muros de mi casa. El viernes por la noche lloré delante, y a la vez protegido, por miles de personas, sentado en una silla a cientos de kilómetros de mi casa. Lo hice conectando mi mente, mi alma y todos mis sentimientos con un hombre que me saca 40 años. Alguien tan joven que vivirá eternamente en el corazón de todos los que pudieron respirar alguna vez el mismo aire que él, y que se prolongará en el pensamiento de quien nazca ahora y alguna vez escuche su arte inextinguible en el futuro, como siguen viviendo Shakespeare, Tiziano, Mozart o Chaplin. El viernes un hombre de 78 años coronó una vez más la meta en uno de los conciertos de su gira mundial. Elegante, digno y tierno. Valiente, cabal e hipersensible, al que no le hacen falta disfraces ni "cucamonas" para transmitir y conmover como nadie es capaz de hacerlo. De llegar a la última fibra donde nadie consigue llegar. De acariciar esa hebra sin esfuerzo, sobrado de talento y de fuerza, como demuestran sus saltitos saliendo del escenario. El viernes me saqué una espina clavada desde este verano en Lisboa, donde mi ansia y anhelo me jugó la mala pasada de un desmayo, retirándome de la primera línea de fuego de su Arte. El viernes, resguardado en mi silla a 10 metros del escenario, vi pintar la Capilla Sixtina, cómo se armaba el Partenón y se cincelaban las peleas de centauros y lapitas, mientras las lágrimas bajaban camino de mi boca y pasaba mi vida delante de mi, teniendo lo mejor de ella esperándome sentada a mi derecha. Recordé a mis amigos que son mi patrimonio, los quehaceres que me oprimen y regulan mi tiempo, la vida que soñé y que se escapa en dirección contraria. El viernes Leonard Cohen doblaba la rodilla y susurraba mientras yo me elevaba y mi alma gritaba de alegría. Esto es lo que les puedo contar de mi y de ese día. De mi vida secreta que a veces se hace pública y se muestra. Quien quiera saber de lo que hablo tiene a Leonard Cohen dando vueltas por el mundo. Sólo hace falta hacer coincidir el momento. Quizás el último vestigio de poder sobre nuestras propias vidas que aún tenemos. Se dice que incluso pisará nuestro país el próximo verano. Hasta entonces volveré a mis cuarteles de invierno. A trabajarme el sueldo, a alimentar el cuerpo. El alma supongo que quedará flotando en el limbo de sus versos. Allí donde sólo unos pocos habitamos. Donde no corre el tiempo. En mi vida secreta.

B) Musicalmente se puede decir que me sigue sorprendiendo y admirando la capacidad de Cohen por perderse y ensimismarse dentro de su mundo. Desde la primera canción “Dance to the end of love”, Leonard, rodilla en tierra, clamando a la diosa del amor. Suplica en un ejercicio de rendición absoluta que nos sirve de pasaporte hacia su Arte, ese universo del que no nos moveremos en las próximas dos horas y media. “The Future” se convierte en el reverso de la moneda. La violencia se rodea de velocidad y cinismo, pero también de clarividencia y veracidad porque todos sabemos que al salir del recinto del concierto, el mundo seguirá siendo el mismo que abandonamos al entrar. El espectáculo que lleva Cohen es un viaje sin altibajos. Un desfilar en orden por todas las perlas de su repertorio. Las canciones mejor construidas que se escribieron nunca. Quizás todas las canciones del mundo versen sobre lo mismo. El amor y su reverso el mal de amores. De eso nos habla “Ain't no cure for love”. Envuelta en quehaceres cotidianos, que nos llevan del metro al autobús pasando, como no podía ser de otra manera, por los ángeles del cielo. El repertorio se va sucediendo mientras sigo con la mente atada a las canciones. A la música y al cantante. A la banda y al escenario. Esto es cursi y fácil de decir, pero Cohen es el único cantante que hoy por hoy me hace mantener la concentración de principio a fin en un concierto. Llega “In my secret life”. La canción perfecta. Esa que de sencilla sólo un poeta es capaz de escribir. La explicación de mi vida. De la de ustedes quizás. De todos. Una canción corta que llevó años de maduración. Ya en un concierto de 1988 se oyen sus versos declamados por Cohen. Tardó años en acabarla, pero sin duda la espera mereció la pena. “Hey, that's no way to say good bye” es otra sencilla canción exacta. La melodía y la voz dulce más cavernosa del mundo me hacen volver a otros tiempos. Los años en que conocí la música de Leonard. Los años en que nunca encontraba la manera de decir adiós. “Chelsea Hotel” es un tema del que poco puedo decir. Lo único quizás, dar las gracias a los dioses por tocarla el día que yo estaba allí. No les quiero hacer un listado de adjetivos por canciones. “The partisan”, “Suzanne”… De ese set acústico solo eché en falta “The stranger song”. Quizás fue “Hallelujah” lo primero que me conmovió de Cohen aquel día que le descubrí en el especial de televisión con el concierto de Sanse 88. Era pasional sin ser cursi. Poeta sin ser pedante. Enorme siendo modesto. Leonard canta en esta gira la letra que grabo en “Varios Positions”, más la rescrita en la gira del 88-93. La segunda es superior a la primera a mi gusto. Cohen se pierde en ella haciéndonos creyentes a los ateos, doblándose clamando al cielo por el amor. “So long, Marianne” es la despedida más perfecta escrita jamás. Cohen canta todos los versos de la canción. No hay mejor manera de despedir el concierto. Casi la empalma con “First we take Manhattan” con un frío público ingles ya entregado de pie por los pasillos, gritando puño en alto el estribillo. Cohen juega incluso a cantar el puente que pertenece a "sus ángeles" en un juego que es a la vez una exhibición de voz y facultades. En ese momento somos un ejército poderoso. La hermandad de los corazones enlazados dispuestos a tomar el mundo. Corazones desperdigados por todo el mundo esperando las órdenes de Leonard Cohen para tomarlo.

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