Mientras asoman tres rostros oscuros, Goya se
recuesta hacia atrás. Se deja atender abandonado en los brazos del médico que
le sujeta con humanidad y firmeza. Con ternura y oficio. Es un hombre
ejerciendo la profesión más noble que existe, la insuperable. Es un hombre
desahuciado en los brazos de otro que le salvará la vida. Dicen que era el
tifus el que le acechaba, quizás sus vértigos eternos, el caso es que la agonía
le envuelve y de la oscuridad y el dramatismo de la escena solo escapan los
rostros luminosos del médico y el paciente. Uno blanco y pálido como una
máscara, otro con más color y con gesto entre delicado y decidido. El vaso que
se ofrece atraviesa la escena y a los protagonistas, con la medicina salvadora.
Goya agarra el borde blanco de sus sabanas, aferrándose con ese gesto a la
vida, sujetándose en el tercio inferior del cuadro a la luz. Detrás de ellos
quizás las sirvientas, quizás las parcas sombras de su obra, la muerte que
espera.
No hay mejor
autorretrato en la historia del Arte. No lo hay más valiente que un hombre que
se muestra así mismo en las puertas de la muerte con la mirada fija ante la
tragedia. Tal vez retándola por última vez, aguantándola. Así se retrata así
mismo en esta piedad laica.
Hará unos
cinco o seis años estuvo en Madrid. Pocas obras me han conmovido tanto, pocos
pintores tienen la capacidad de llevarme tan lejos. Es un crimen que este
cuadro no sea propiedad de España.