16.8.06

Verde y Blanca y Negra...

En estos días atrás, pasaron un documental sobre la guerra en Extremadura por la noche en la 2. Nunca tuve ninguna añoranza o afecto regional a mi pasado. Es decir, al pasado de mis padres o de mis abuelos. Fue hace unos pocos años cuando vi por primera vez “Las Hurdes/Tierra Sin Pan� (1932) de Luis Buñuel, cuando sentí la sensación de vacio que te queda cuando no te has dado cuenta de algo. Una de las últimas veces que estuve en el pueblo donde nacieron, y no se puede decir que crecieran, ya que en el caso de mi madre se vino a Madrid con 14 años a servir. “Servir�… como suena. Como se lee. Servir fue meterse en una casa interna propiedad de unos señores (a los que mi madre acabo queriendo mucho), a realizar todas las tareas propias de la casa.Tenía 14 años y debió ser alrededor de 1955. Los lunes libraba, y se iba con otras chicas que también habían venido del pueblo al retiro. Decía que, una vez que estuve en Zorita (Cáceres), pude ver la casa de mis abuelos, los padres de mi madre. Era una habitación profunda sobre la que unas cortinas en el techo hacían de puerta para tres habitaciones. Una primera diáfana, con esas hendiduras en la pared de piedra a modo de estantería empotrada. La segunda estancia tenia una cama y era la habitación de los hijos, de todos los hijos, 10 en total. Al final de los 20 metros cuadrados estaba la habitación de mis abuelos. En las paredes, una foto de “El Cordobés�, ya que mi abuelo, como yo, era un mitómano. Claro que pensé ¿Cómo han podido vivir aquí todos estos?, mi madre lo consideraba lo más normal del mundo. Bajando la calle, tres puertas más abajo estaba la cocina. El shock iba in crescendo, la cocina no estaba en la casa sino tres puertas más abajo, bajando otras casas. No pude pasar porque había dentro unos familiares míos. No debía tener ni las dimensiones de mi cuarto de baño, estaba tan diáfana como “la casa�. No había nada de nada. Según me explicó mi madre, allí se cocinaba en una lumbre que se hacía en el suelo y se comía del puchero que se colocaba encima. Mis abuelos sentados y el resto, de pie o como pudiese. Al ver el documental terrible de Buñuel, descubrí que no mostraba una realidad muy diferente de la que habían vivido mis padres 50 años después. No había luz, y el agua se buscaba en pozos. Las enfermedades como la que acabo matando a mi madre, pasaban a la convivencia con resignación religiosa y estoica. Al morir mi abuela, en aquella casa no quedó nadie. Mi abuelo se vino a Madrid con sus hijos, que ya se ganaban la vida aquí. La casa de mi padre estaba mucho mejor. Mi abuelo y mi padre eran albañiles y sabían de construir y mantener casas. No sabían mucho más de nada salvo de callar y agachar la cabeza. Cosa que a mi padre no se le daba nada bien y por la que durmió unas cuantas noches en el calabozo del pueblo. Según me contaron mis tíos, una vez, a la salida del cine, el alcalde le tiró el puesto de pipas a una anciana porque le molestaba allí, en la puerta, y mi padre le regalo dos hostias al alcalde que también rodó por el suelo. Este conminó a los guardias que le acompañaban a que le pegaran dos tiros, parece ser que estos no le hicieron caso. Tras unas semanas de trena en el ayuntamiento, el caso llego a oídos de un capitán del tercio, que era del pueblo. Lo que tardó el capitán en pisar Zorita, fue lo que tardaron en dejar libre a mi padre. Desde que me lo contaron, yo con mis amigos siempre aplico el código legionario. Con los amigos, tengan razón o no la tengan. Nunca tuve el menor afecto a Extremadura y se lo tuve en la adolescencia a Cataluña, por ejemplo. Una tierra a la que sólo me une en la actualidad un gran amigo y su familia. Ellos tenían una cultura propia brillante, tenían los cantautores que me alegraron (ahora pienso que me deprimieron) la adolescencia, equipos de fútbol en Primera… Sin embargo, el pueblo sólo me recordaba algún tórrido verano en la niñez donde no se podía salir de casa por el calor. No tenía ningún atractivo. Ninguno. El otro día, el documental que presentaba Luis Pastor nos contaba la Historia de una región humillada y masacrada en la guerra, donde la violencia de la represión llegó a límites que no se conocieron en ninguna otra parte del país, tampoco en las que yo tanto admiraba hace unos años. “La Calle De La Sangre� es el nombre por el que los más viejos pacenses aún conocen a una calle donde se mató a cerca de 4.000 personas, y por donde el plasma manaba como un río en dirección a la plaza de toros. El terror fue subiendo con Yagüe camino de Cáceres, donde el ejército alzado y las tropas africanas también dieron cuenta de la población civil. Al verlo en la tele y aunque mi padre ya me había contado cómo fue la guerra en su región, me vino a la cabeza la asociación inmediata del documental de Buñuel, y mi visita a la casa de mi madre no hace más de siete u ocho años. Eso era el pueblo que mandó a harapientos a conquistar el mundo. Un recorte verde y blanco y negro entre un mapa de autonomías folclóricas y simpáticas, ricas, pagadas de sí mismas, ramas del mismo tronco.
Toda la gloria que veo en su historia la veo cuando miro los ojos azules de mi padre, y recuerdo los también azules de mi abuelo. Ellos son la prolongación vertical de la seca tierra, y las cigüeñas de Zorita son su altura moral. Lo pierde quien no lo ve, lo ignoran quienes lo saben.