17.10.12

Himno



Aquí las estamos pasando de todos los colores, pero no vamos a dejar nunca de seguir el futbol. Pase lo que pase. Y si lo que pasa delante de nuestros ojos es “La roja”, pues mejor que mejor porque aun es uno de los pocos símbolos de cohesión que quedan en España.
Creo recodar que fue en el mundial de Italia 90 cuando escuché por primera vez silbar un himno. Fue en el Italia-Argentina y los napolitanos no se privaron de insultar el himno argentino ante unos asombrados jugadores que primero ponían cara de asombro y después gritaban “hijos de puta” a todo pulmón ante las cámaras. Recuerdo al Diego por ejemplo. No se hasta que punto silbar el himno de lo que no deja de ser un equipo de futbol es algo grave o no. Pero si se que es algo feo. Muy feo y que habla muy mal de la gente que esta en el campo.

La segunda vez que escuche pitar un himno (que yo recuerde, escribo de memoria) fue en el mundial de Alemania 2006, en un España-Francia. Recuerdo quedarme helado al escuchar a la afición española, que ya se empezaba a desplazar masivamente y a tener un sentimiento de verdadera afición hacia la selección de todos. (aunque Zaplana la jodiera haciéndose una foto con la bandera del pollo). Los españoles fueron los únicos aficionados presentes en el mundial que silbaron la música representativa de un país. También La Marsellesa. Como ayer.

La Marsellesa es como todo el mundo sabe un himno revolucionario. El himno revolucionario de los que querían un mundo nuevo hasta la aparición de La Internacional. Un himno de Francia que también se cantaba en la puerta del Sol en el 31 con el advenimiento de la segunda republica. Un himno prohibido durante la restauración y también por el nazismo ocupante. Un himno que ayer pitaban miles de subnormales que segundos después coreaban esa joya, esa payasada, esa opera bufa que restauro Franco al acabar la guerra para sustituir el Himno de Riego, llamada marcha real. No es el momento de discernir sobre un estado que deja su jefatura en manos de alguien elegido libremente y que separa los poderes religiosos lo más lejos posible del mismo, y otro que mantiene perennemente a una pandilla de iletrados incapaces de improvisar cuatro palabras sin un papel delante, pero si de llevárselo muerto de la forma más opaca posible.

Cada uno tiene el jefe del estado que quiere, puede o le dejan. Y cada uno va a donde le sale del nardo a ver el espectáculo que quiere. Solo es que cada día que pasa me alegro más de haber dejado de frecuentar esa cueva de orines llamada estadio, y a la masa de idiotas que la habitan. Eso es todo.


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