Los titiriteros o “El circo” como se autodenominaban, eran distintos pero parecidos. No les hacía falta tanta infraestructura. Se apañaban en un parque oscuro a partir de las 10 de la noche y los espectadores no teníamos que llevar sillas. Los pequeños delante sentados en el suelo y los padres detrás de pie. A mí que siempre he sido tímido, (aunque mis compis de clase en aquellos días decían “cagón”) los titiriteros no me hacían tanta gracia. Los payasos iban bien hasta que a veces pedían colaboración y miraban en las primeras filas. Más de una vez mi ansia por estar cerca me traiciono y me vi entre las risas de todo el barrio en el stage. Entre números de traga fuegos, carreras de sacos, huevos que viajaban entre la frente y la nariz, y contorsionistas se llegaba la noche. Allí descubrí el juego de las sillas y la música con el que el ganador podía llevarse una pelota. El numero al que yo más miedo tenía, era sin duda el del toro. Uno de los actores se disfrazaba de toro y ya teníamos una corrida. No se comían mucho la cabeza. Los “toreros” eran también escogidos de las primeras filas y como para ese número no había muchos voluntarios, los toreros eran arrastrados de las piernas por monosabios al servicio del toro hacia los medios. La fiesta se la pueden imaginar. Con un trapo que te daban toreabas al toro un rato aclamado por el barrio entero. Cuando estabas lo suficientemente confiado, el toro te cogía cuando quería y como quería y pasabas a ser el hazme-reír de los que antes te jaleaban. Lo peor era ir al día siguiente al cole.
Cuando el verano acababa los titiriteros y los cines callejeros se marchaban hasta el verano siguiente. Así fueron pasando los años, mientras mi padre y yo nos consolábamos en invierno yendo al programa doble en sesión continua en el San Blas los sábados, y jugando la bola extra del Simancas el domingo por la mañana en las matinales de niños a 50 pelas. Bruce, James o Burlan nos hacían pasar dos horas de sueños que duraban toda la semana. Mis compañeros se venían conmigo ya que no solían tener la suerte de tener un padre cinéfilo y el mío tenía que lidiar a la vuelta con 4 o 5 karatekas dándose de ostias toda la subida al barrio.
Con los años no solo dejaron de venir al barrio los titiriteros. Las salas de cine, ya saben, se convirtieron en pisos con Ahorra más y los karatecas nos fuimos reconvirtiendo en Rubén Cano, Santillana o Quini, según gustos de casa. (Los más gilipollas incluso nos reencarnamos en Bob Dylan y seguimos tocando la raqueta no en la calle pero si en casa) Ahora reconozco que no voy mucho al cine, es verdad y que no conozco mucho los estenos. Pero seguro que si me pongo puedo hacer la cobra como hace años. La cobra de verdad, la original. Y aunque debería pasarme mucho más de lo que lo hago, no me pongan en duda que aquellos días me marcaron para siempre un profundo amor al cine, al circo y a los roces de dos rombos.
Para Claude, Kuratti, y para Luis (Yo solo odio al yanqui criminal y cuando voy tajao. Bueno y la tele también) que no siempre supieron de cine más que yo. Y para quien ella sabe...

4 comentarios:
Tu mejor post. Ya sabes. Me has tocado la fibra con tus primeros recuerdos cinéfilos, que no conocía.
grande grande. Valentín nos has llevado al cine de hace unos años a todos. Espero que sigas ejerciendo esta sana costumbre del post.
Barrabaso
Enorme, Brother. Los de las filas de abajo pueden tocar las palmas, los del palco que hagan sonar sus joyas. ¡¡¡Cinema Paradiso en San Blas!!!
quieres que le diga a mi madre que te haga un mono como el de Bruce Lee? para la gira!!! y vamos dando hostias por doquier!
Publicar un comentario